Jun 04 2014
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Jun 04 2014
LOS VOLCANES MÁS MORTÍFEROS
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Era el 24 de agosto del año 79 dC, y la mayor superpotencia del planeta estaba ocupada en asuntos sucesorios: el Emperador Vespasiano había muerto un mes antes dejando como heredero a su hijo Tito, vencedor en Judea pero impopular en Roma. El recién nombrado Emperador trabajaba sin embargo por ganarse la confianza de los ciudadanos, acabando con los juicios por traición y reformando el centro de la ciudad, y a la postre resultaría ser popular y amado. Pero aquel agosto el nuevo dirigente descubrió que los poderes del Imperio eran inútiles frente a las fuerzas de la naturaleza cuando el volcán Vesubio entró en erupción y arrasó buena parte del Golfo de Nápoles, acabando con las ciudades de Pompeya, Herculano, Estabia y Oplontis. La región, ya entonces un centro de retiro veraniego para los ricos de Roma, quedó enterrada en metros de ceniza volcánica: miles de personas murieron. Al mando de un destacamento de la flota romana con base en el cercano puerto de Miseno, Plinio el Viejo intentó evacuar ciudadanos de Estabia, pero murió él mismo, quizá alcanzado por gases tóxicos. La catástrofe fue rápida, letal, e inapelable; milenios después los arqueólogos pudieron recuperar la imagen tridimensional de los muertos de Pompeya inyectando yeso en los huecos que sus cuerpos dejaron en la ceniza, luego roca. Pero no se sabía cómo habían muerto aquellos romanos.
Un estudio recién publicado ha reconstruido, a partir del análisis de las capas de ceniza y de una compleja simulación numérica, los sucesivos flujos piroclásticos que arrasaron Pompeya y mataron a sus habitantes. Porque el arma asesina del Vesubio no fue la lava, sino estas mortíferas mezclas de gas y fina ceniza llamadas Tefra, que pueden desplazarse hasta a 700 kilómetros por hora y alcanzar temperaturas de 1.000 grados. Según el estudio, publicado en PLoS, la erupción del Vesubio en el año 79 dC emitió hasta 6 flujos piroclásticos diferentes, de los cuales los tres primeros no sobrepasaron las murallas de Pompeya. Según la reconstrucción de los investigadores fue el cuarto flujo, que penetró en las calles, el que causó la mayor parte de las muertes en esta ciudad.
Y sin embargo este flujo es uno de los más tenues, dejando apenas tres centímetros de ceniza en el registro. Lo que mató a los pompeyanos no fueron los sólidos suspendidos en el aire; no se asfixiaron con los pulmones llenos de fina ceniza. En realidad los habitantes de la ciudad murieron de forma instantánea, a causa del calor. Literalmente los pompeyanos fueron cocinados vivos en segundos, incluso aquellos que estaban dentro de sus casas, debido a la elevadísima temperatura del flujo piroclástico. Esto explica las posiciones en las que aparecieron sus cuerpos, en su gran mayoría congelados en actitud normal o con un mínimo reflejo defensivo en el gesto: la cosa fue horrible, pero extremadamente breve. Los pompeyanos murieron en un flash letal, y sus cuerpos quedaron apenas cubiertos por una ligera capa de fino polvo volcánico. Serían posteriores y más nutridos flujos los que se encargaron de cubrir los restos con metros de cenizas, que más tarde solidificaron.
Así encontraron los arqueólogos a los pompeyanos y su ciudad en el siglo XVIII: como congelados en el tiempo, formando una especie de cápsula temporal en la que una populosa urbe completa quedó fotografiada tal cual estaba, preservándose con precisión inquietante. Pero no debemos pensar que aquella erupción sólo nos ha regalado un retraro valiosísimo sobre la civilización romana: también nos alerta de los peligros que seguimos corriendo hoy. A los pies del Vesubio hoy está la ciudad de Nápoles, y de hecho el estudio pretendía conocer con el máximo detalle lo ocurrido en el año 79 dC para aplicar estas enseñanzas a la actual prevención de riesgos volcánicos. Una erupción como aquella hoy podría provocar no miles, sino millones de víctimas; una catástrofe tan inimaginable hoy como lo fuera entonces. Y frente a la cual estamos igual de impotentes hoy que lo estaba el Emperador Tito.
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